Cuando la vida es más fuerte que la muerte
Posted by antenamisionera en agosto 13, 2014
Fiesta de la Asunción de María, 15 de Agosto de 2014
Por Santos Benetti
Si la Asunción de María es el triunfo de la vida sobre la muerte, no deja de ser interesante que hoy fijemos los ojos en el cántico que María eleva a Dios, al descubrir su plan redentor.
Efectivamente, el Magnificat es un canto de esperanza, puesto en labios de María por Lucas, pero que en realidad es proclamado por toda la comunidad que se siente salvada por Dios. En el Magnificat podemos ya descubrir la mística de la resurrección y de la pascua: Dios libera a su pueblo de las garras de la esclavitud y de la muerte, y lo resucita por su misericordia, venciendo a los poderosos opresores y ensalzando al humilde oprimido. Podemos suponer que esta María que canta el Magnificat es la comunidad-madre que, reflexionando sobre toda su historia, descubre en ella los pasos del Dios de la vida. Seguramente que en un instante se cruzaron por la imaginación de María las horas difíciles que había vivido y las que le tocaría vivir; como asimismo la historia de su pueblo, cómo había emigrado a Egipto acosado por el hambre y cómo había terminado siendo explotado por los faraones; recordó entonces la gesta liberadora del Éxodo y la entrada del pueblo en la tierra prometida, anuncio de una vida nueva.
También pasaron por su mente los reyes impíos que lo gobernaron; las guerras que lo llenaron de vergüenza; la deportación a Babilonia y la destrucción del templo y de la ciudad de David; la persecución a la que fueron sometidos los que permanecieron fieles a Yavé; la liberación decretada por Ciro y la reconstrucción de Jerusalén.
Recordó a los profetas que alentaron la esperanza de los pobres del Señor, como también el heroísmo de cuantos murieron en el largo camino hacia la libertad. Recordó el imperio de los griegos y la entrada de los romanos, que ahora lo tenían sometido: pensó en Herodes, que abusó de sus indefensos compatriotas.
Pensó María -la comunidad de fe, renacida a la nueva vida- en la muchedumbre de los desheredados, en los que se morían de hambre, en los que eran explotados, en los esclavos, en los pueblos víctimas del más fuerte; en la gente sin trabajo, en los hogares sin pan, en los niños abandonados; en los deportados, en los exiliados que vagan por el mundo buscando una patria; recordó a los perseguidos injustamente; a la gente calumniada, despreciada, pisoteada o burlada…
María se sintió la humanidad, el pueblo que contra toda esperanza confía en el Día de la Liberación. Y cantó por ellos, por los de su época, por los de hoy, por los que vendrán. María es la humanidad pobre y humilde, es el pueblo que descubre la fuerza de Dios en su propia debilidad; es el pueblo que hace surgir de su seno al Salvador; que saca fuerzas de su debilidad, que no se achica frente al grande, que no se humilla delante del rico o del poderoso; que no vende sus derechos por misiles atómicos ni prostituye sus mujeres por un crédito. María no cree en los slogans manipulados ni en la publicidad mentirosa, pero sí se indigna ante el vituperio constante a la mujer y ante el abuso de los niños, a quienes se encandila con las luces de un mundo ilusorio…
Esta es la María que canta el Magnificat, que se alegra en su Dios Salvador porque ha mirado su pequeñez y ha hecho de ella el brazo poderoso que destruye la opresión. En esta festividad de la Asunción, toda la comunidad se goza en la esperanza de la victoria de la humanidad contra el egoísmo, la violencia y el odio. La figura de María aparece como ridícula ante los grandes de su época; y, sin embargo, de su seno emerge el Salvador, el Hombre Nuevo, el Cristo de la nueva humanidad. Esta María del Nuevo Testamento no es la frágil doncella de los pintores románticos ni la ataviada Reina, reluciente de perlas, de la piedad cristiana de estos últimos siglos. Esta María es pobre, humilde, analfabeta, pero fuerte con la fe, firme en la esperanza, arraigada en la estirpe humana, que no se doblega aun en medio de las mayores contrariedades.
Un pueblo cristiano que celebre hoy la Asunción es un pueblo que camina con la cabeza levantada, no por el orgullo, sino por la esperanza; una Iglesia que hoy festeje a María vencedora de la muerte no puede quedar de brazos cruzados ante el esfuerzo de tanta humanidad por una vida más digna y por una libertad más real, auténtica y profunda. Nada tiene que ver esta María con esa piedad sosa, sentimental y amodorrada, que se refugia en María como un niño pequeño, lleno de miedo ante la realidad, se refugia entre las faldas de su madre. No es ésta la María del Evangelio, ni es ésta la actitud del creyente que levanta sus ojos para contemplarla vencedora de la desesperanza y del nihilismo de una cultura que no sabe encontrar dentro de sí fuerza para sobreponerse a sus duras coyunturas.
La María resucitada de las cenizas de la muerte es, sin embargo, más un símbolo que una realidad; o, si se prefiere, es una realidad que se abre paso lentamente a medida que crece la fe del pueblo en el Dios liberador. Contemplar a María triunfante, más que un grito de victoria, es el descubrimiento de todo el alcance y el significado de la fe en el mundo. La victoria que el hombre debe lograr sobre su egoísmo es posible; y es esta posibilidad la que hoy nos alienta. La Asunción de María, al igual que la resurrección de Cristo, subraya el optimismo cristiano: la paz es posible, la justicia es posible, el amor es posible… Pero también subrayan la lucha que supone todo proceso de liberación: nada se nos dará gratuitamente a espaldas de nuestra pereza. Optimismo esperanzador y responsabilidad liberadora: he ahí la síntesis de esta festividad. La Asunción es el triunfo de la fe sobre la muerte. Y por ese triunfo lucha la Iglesia, porque «para Dios nada es imposible»…
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