Por José Carlos Rodríguez
“¿Dónde vas este fin de semana? ¿A la ópera o al teatro?” Así me suele tomar el pelo un compañero de la oficina cuando nos despedimos el viernes por la tarde. Tratándose de una ciudad como Bangui, las posibilidades de distracción son escasísimas, y no sólo porque casi siempre trabajo los sábados y domingos, sino porque aunque tuviera esas 48 horas libres no tendría ningún lugar donde ir: ni un cine, ni un museo o exposición, ni un parque ni un lugar agradable donde pasear.
ºPero no hablemos de posibilidades de pasar un supuesto tiempo de ocio en Bangui -algo en lo que sólo un privilegiado como yo puede permitirse el lujo de pensar-, sino de cosas mucho más básicas de las que la gente del país donde trabajo carecen casi por completo. Para la mayor parte de los apenas 800.000 habitantes de la capital centroafricana su vida cotidiana es dura: la mayor parte de ellos come una vez al día, en la mayor parte de sus barrios no hay suministro eléctrico regular (yo vivo en un barrio popular donde tengo unas pocas horas de luz al día y a veces ni eso), el transporte público -casi siempre un moto-taxi que puede llevar a cuatro pasajeros- es escaso y peligroso y un tercio de los niños no están escolarizados. Para llenar un bidón de agua en una fuente pública muchas mujeres se levantan a las dos de la madrugada. Y si uno cae enfermo, el tratamiento para un simple paludismo puede costarle unos 40.000 francos (70 euros), equivalente a un sueldo mensual normalito; eso para los que tienen la suerte de tener un empleo, ya que se calcula que la tasa de desempleo juvenil en Bangui está en torno al 80 por ciento. Y la gente se puede dar por satisfecha si, por lo menos, viven una jornada sin sobresaltos por disparos o enfrentamientos entre milicias, como fue su pan cotidiano entre 2013 y 2015. Lee el resto de esta entrada »