En la Eucaristía de hoy repetiremos aquel rito tan antiguo con el que iniciamos la Cuaresma: la imposición de la ceniza.
Signo que no necesita demasiadas explicaciones, porque es muy claro: la ceniza es el resultado de la destrucción, es lo que queda cuando algo se ha deshecho y consumido; es el destino final de todo lo material, y por tanto, también, es el destino final de nuestro propio cuerpo. Puede parecer macabro, pero nos conviene recordar esta realidad de vez en cuando: nosotros, criaturas humanas, somos débiles; tan débiles que un día moriremos y este nuestro cuerpo se corromperá. ¿Por qué recordamos esto? ¿Por qué recordar nuestra condición mortal hoy, en el inicio precisamente de este tiempo que nos conduce a celebrar la victoria sobre la muerte, la Pascua de Jesús que es nuestra propia Pascua? Sí, parece raro. Hoy iniciamos el camino hacia la Pascua, y resulta que lo que hacemos es recordar que nuestras vidas tienen por destino la disolución, la nada. Parecería como si quisiéramos negar nuestra fe en la resurrección. Vivir la vida de una manera falsa conduce a la nada. Pero no, no se trata de eso de ninguna manera. Sabemos que no se trata de eso. El signo de la ceniza que pondremos sobre nuestras cabezas no significa que estemos condenados a desaparecer, a la disolución, a un destino sin futuro. No. Se trata de recordar que podríamos vivir nuestra existencia de una manera falsa, alucinada, mentirosa, dedicados a lo que no merece la pena, a lo que no vale nada. Y de hacerlo así, si pusiéramos el corazón en las cosas que no valen nada, entonces sí que nuestra vida se convertirla en algo sin sentido, sin valor, sin futuro. Se convertiría en ceniza. Y el momento más decisivo de nuestra vida, que es el momento de la muerte, sería un momento totalmente oscuro, del todo negro, sería un momento en el que solo cabría la tristeza, sin posibilidad ninguna de luz ni de esperanza. Nosotros queremos vivir la vida de Jesús Pero estamos aquí, precisamente, porque apostamos para que no sea así. Estamos aquí porque no aspiramos a un futuro de ceniza, sino que queremos poner el corazón en las cosas que merecen la pena. Por eso celebramos la Cuaresma, por eso queremos escuchar la invitación que Jesús nos dirige: «¡Convertíos y creed en el Evangelio!». Por eso queremos seguir sus pasos, acompañados por él, por su camino de fidelidad, el camino que nos conduce hacia la Pascua, hacia la vida que merece la pena. Él, Jesús, ha querido interpelarnos con las palabras que hemos oído en el evangelio: tenemos que dedicar nuestros bienes y nuestro tiempo a los pobres; tenemos que buscar a Dios en la oración; tenemos que ayunar y privarnos de algunas cosas que nos tienen atenazados, para buscar con libertad aquello que es realmente importante; y todo esto lo tenemos que hacer no para quedar bien, ni porque nos sintamos obligados, sino porque lo vemos esencial, porque de verdad hemos descubierto que sólo el camino seguido por Jesús es el que nos conduce a la felicidad. Iniciemos, por tanto, esta Cuaresma con todo el entusiasmo. Nos tenemos que proponer cosas concretas que nos ayuden a avanzar un poco más en el programa que Jesús nos ha presentado hoy.